Cualquier reflexión acerca del cambio de modelo productivo debe tener en cuenta el cambio de modelo energético así como los impactos que las actividades productivas provocan en el medioambiente, toda vez que la actividad productiva requiere siempre de la utilización de una fuente de energía originando, asimismo, residuos y contaminación en todo ello. Por consiguiente, el análisis sobre el modelo productivo conlleva, igualmente, a la reflexión sobre el modelo de consumo, siendo ambos en la actualidad muy intensivos en la utilización de combustibles fósiles, y basados en la ilusión de un tipo de crecimiento económico indefinido como objetivo principal del funcionamiento de las economías.
Igualmente, la reflexión sobre el nuevo modelo productivo debe cuestionar el contenido del producto interior bruto, ya que no es lo mismo la producción de armamentos o el incremento de operaciones especulativas financieras, que el gasto en educación, sanidad o investigación y desarrollo para la incorporación de innovaciones sostenibles, por citar sólo algunos ejemplos. Hay algunas actividades productivas totalmente indeseables o insostenibles que podrían reducirse o eliminarse, mientras otras actividades deberían ser incrementadas, como los gastos en servicios sociales, educativos y medioambientales.
De igual importancia es también tener en cuenta el cómo tiene lugar la actividad productiva, tanto desde el punto de vista laboral y social (esto es, aludiendo al carácter de las relaciones sociales de producción), como desde el plano técnico y medioambiental, con el fin de asegurar las condiciones de sostenibilidad de los procesos productivos y de consumo responsable.
Por último, es también muy importante aludir al tipo de que explica la forma en que se reparte lo obtenido con la actividad productiva, ya que una distribución concentrada del ingreso en los grupos de población más ricos, suele alentar las inversiones de carácter especulativo y el consumo de lujo, en lugar de las formas de distribución del ingreso más equitativas, que constituyen un poderoso impulso de demanda de las actividades vinculadas al consumo básico, que afecta favorablemente al colectivo de microempresas y pequeñas y medianas empresas locales y la consiguiente generación de empleo.
Pero hay otro aspecto más que la reflexión sobre el cambio productivo debe resaltar, y es que todas las actividades productivas y de consumo tienen lugar en diferentes escenarios concretos y no abstractos, lo cual obliga a introducir el tema territorial en el diseño de las políticas públicas. Hay que recordar que gran parte de las políticas de desarrollo productivo (tanto industrial como agrario o de servicios, y tanto rural como urbano), dependen de un tratamiento que es esencialmente territorial. Las empresas no pueden funcionar sin una red de infraestructuras y bienes comunes de carácter colectivo, lo cual facilita el adecuado funcionamiento de las diferentes economías, desde sus respectivos territorios.
La “competitividad” no es solamente un hecho empresarial. Ninguna empresa funciona en el vacío. Todas ellas utilizan los recursos humanos capacitados, las redes de abastecimiento de agua y saneamiento urbano, las carreteras y caminos, etc. De modo que solamente hay “eficiencia competitiva” cuando se logra la inteligente colaboración entre los actores público, privado, el sector de conocimiento y la sociedad civil organizada.
Por ello, es fundamental avanzar en una fuerte presencia de los niveles gubernamentales más próximos a los territorios y la ciudadanía, esto es, los niveles municipal y regional, ya que políticas decisivas como las de innovación, empleo, promoción empresarial, y desarrollo medioambiental, entre otras, sólo se diseñan adecuadamente desde los distintos ámbitos territoriales. Esto pone en cuestión los discursos centralistas, poco funcionales para avanzar en el cambio de modelo productivo que, en mi opinión, se precisa en los momentos actuales en el Estado español.
Pero en los momentos actuales hay, además, un contexto global especialmente preocupante, al cual debo referirme de inmediato. Se trata de la enorme importancia que ha alcanzado la crisis climática actual, ante la cual nos jugamos bastante en la próxima Cumbre de Naciones Unidas sobre el Clima, a celebrar en diciembre próximo en París.
La trascendencia de la crisis climática actual
A lo largo de las últimas décadas se ha venido anunciando, de forma reiterada, el final de la era de los combustibles fósiles convencionales, ante lo cual la respuesta mayoritaria de los grandes grupos empresariales del sector energético a nivel mundial ha sido la intensificación de la extracción de combustibles fósiles no convencionales, utilizando para ello tecnologías de perforación y extracción mucho más agresivas y con mayor impacto medioambiental, como son la perforación en aguas oceánicas profundas, la obtención de betún de arenas bituminosas y la extracción de gas de esquisto a través de técnicas de fracturación hidráulica (fracking).
De este modo, la prioridad de las grandes empresas energéticas a nivel mundial se sigue concentrando en la extracción de combustibles fósiles, relegando la opción por las energías renovables, lo que nos acerca aún más a un escenario de crisis climática global. Según datos oficiales, solamente el 4% de los beneficios totales de las cinco grandes empresas petroleras a nivel mundial se destinaba, en 2008, a promover las energías renovables.
La intensificación de la extracción de gas mediante fracking está conduciendo, pues, a una contaminación de la atmósfera mucho más acelerada y grave. Estados Unidos y Canadá son las áreas más importantes de producción de combustibles fósiles no convencionales, con un importante despliegue de las infraestructuras energéticas necesarias para el transporte de dichos combustibles (puertos, autovías, oleoductos u otras), lo cual está originando numerosos movimientos de protesta por parte de las poblaciones afectadas, dados los importantes impactos socio-ambientales de estas actividades y la disminución de la disponibilidad de bienes comunes como el agua potable, la tierra fértil o el aire limpio en los territorios donde habitan esas poblaciones locales.
Por otra parte, hay que recordar que las emisiones de gases de efecto invernadero se mantienen en la atmósfera durante centenares de años, agudizando el calentamiento global, ya que los efectos son acumulativos y se agravan con el tiempo. Esta situación exige que en los momentos actuales los países desarrollados deberían de incluir recortes de emisiones cuanto antes, lo cual encuentra una resistencia importante por parte de los intereses de las grandes empresas energéticas, los gobiernos de los principales países, y un sentir bastante mayoritario de la ciudadanía, que se encuentra vinculado al mito del crecimiento económico indefinido como guía del desarrollo económico y social.
La toma de decisiones acerca de los cambios que se precisan en el nuevo modelo productivo y energético requiere –en mi opinión– una importante intervención política y estratégica colectiva ya que de otra forma “los mercados”, esto es, las grandes empresas energéticas, no lo van a llevar a cabo. Asimismo, la solución tendrá que ir más allá de la nacionalización ya que las grandes compañías petroleras de propiedad estatal vienen siendo tan voraces en la búsqueda de depósitos de carbono de alto riesgo como las grandes compañías privadas.
Un modelo más apropiado es el de la gestión democrática del suministro energético llevado a cabo por comunidades locales, ya sean municipios o cooperativas locales, como ya sucede en Alemania, donde un plan nacional ha alentado a pequeños actores no empresariales a convertirse en proveedores de energía renovable. De este modo, aproximadamente la mitad de las instalaciones de producción de energía renovable en Alemania están en manos de agricultores, organizaciones ciudadanas y cooperativas energéticas, los cuales no sólo producen electricidad para sus necesidades locales sino que pueden vender el excedente generado a la red general. Este exitoso programa alemán tomó como referencia otra iniciativa pionera llevada a cabo en Dinamarca en las décadas de 1970 y 1980, que hizo posible que más del 40% del consumo eléctrico del país fuera electricidad producida a partir de energías renovables, principalmente eólica.
Las proyecciones sobre el calentamiento global
Hace más de dos décadas que los gobiernos del mundo vienen reuniéndose con motivo del cambio climático, aunque hasta ahora no han logrado avances sustantivos. De hecho, en el año 2013 las emisiones globales de dióxido de carbono (CO2) fueron un 61% más altas que en 1990. Igualmente, dichas emisiones alcanzaron un 5,9% en 2010, el mayor incremento en términos absolutos desde la Revolución Industrial británica. De este modo, el crecimiento de las emisiones durante la primera década del presente siglo, con China como país plenamente integrado en la economía mundial[1], se ha disparado, alcanzando un ritmo de aumento anual del 3,4% en dicha década, lo cual ha acelerado los efectos del calentamiento global, como el derretimiento de la capa de hielo continental de Groenlandia, la acidificación de los océanos, o la desintegración de la capa de hielo de la Antártida occidental.
El coste de afrontar dichas catástrofes climáticas no es una cuestión menor. Algunas estimaciones oficiales lo sitúan, el año 2011, en una cifra próxima a los 380.000 millones de dólares USD a nivel mundial. Estos costes sociales y medioambientales recaen en los presupuestos públicos y en las poblaciones damnificadas, sin que las empresas que se lucran de los negocios que ocasionan estos desastres paguen casi nada por ello. En efecto, las cinco principales empresas petroleras alcanzaron beneficios por valor de 900.000 millones de dólares USD entre los años 2001 y 2010 gracias a que pueden trasladar los costes sociales y medioambientales que provocan hacia el conjunto de la sociedad y las generaciones futuras.
En la fracasada Cumbre de las Naciones Unidas sobre el Clima celebrada el año 2009 en Copenhague, los gobiernos de los países más contaminantes (EE UU y China entre ellos) firmaron un acuerdo no vinculante por el que se comprometían a impedir que las temperaturas aumentaran más de 2ºC por encima del nivel en el que se encontraban antes de iniciarse la utilización del carbón como fuente energética. Se trata de un objetivo muy arriesgado, ya que dicho nivel de calentamiento global conlleva una subida del nivel del mar que pondría en peligro a los Estados isleños y las ciudades situadas al nivel del mar, así como grandes extensiones del África subsahariana. Además, al tratarse de un acuerdo no vinculante, los gobiernos y las empresas no tienen por qué cumplir dichos compromisos. De hecho, las emisiones han venido aumentando a tal ritmo que incluso el objetivo de 2ºC puede ser ampliamente superado.
En efecto, la Agencia Internacional de la Energía (AIE) publicó en 2011 un informe con proyecciones sobre el calentamiento global de 6ºC, lo que supone implicaciones catastróficas para la vida en el planeta. La AIE advierte que si no se logran controlar las emisiones de gases de efecto invernadero antes de 2017, la economía basada en combustibles fósiles habrá convertido para entonces en inevitable un nivel de calentamiento sumamente peligroso. Todas estas proyecciones suponen, como vemos, una clara señal de alerta, mostrando que el cambio climático se ha convertido en la principal crisis para la existencia humana de seguir actuando según los criterios del paradigma de desarrollo predominante.
Tomarse en serio el compromiso colectivo de mantener el calentamiento global por debajo de 2ºC equivale, por tanto, a que una gran parte de esas reservas deben quedar sin explotar. Y, por supuesto, las grandes compañías que se lucran con este negocio, amenazando la vida de los demás, deben ser obligadas a dedicarse a actividades sostenibles.
De igual modo, hay que dejar de lado el mercado de emisiones de carbono, y pasar a defender regulaciones claras y efectivas que controlen y restrinjan las emisiones de carbono, favoreciendo las condiciones para una transición hacia las energías renovables. Como ha podido comprobarse, la compra de derechos de no emisión de gases de efecto invernadero en los territorios o países menos desarrollados, a cambio de lo cual quienes compran esos derechos pueden seguir manteniendo sus excesos de emisión de gases de efecto invernadero, no constituye ninguna solución razonable.
[1] Según la Agencia Internacional de la Energía, China fue responsable en 2014 del 26,7% de las emisiones totales en el planeta, por delante de EE UU (17,7%), la Unión Europea (9,9%) y Rusia (5,2%). El País, 1 de julio de 2015.
Francisco Alburquerque Llorens - Coordinador general de la Red de Desarrollo Territorial en América Latina y Caribe (www.red-dete.org)